Doce
campanadas. El único sonido que rompía el silencio de aquella noche tranquila y
fría. Un olor a café, del cual era difícil saber la procedencia, impregnaba
todo el aire de los alrededores. Y allí, entre las casas grises, una misteriosa
figura caminaba pausadamente por el empedrado. No se le veían las facciones, la
capa así lo impedía, pero algo aseguraba que era una joven; puede que sus
manos, entre las que llevaba una niña. Puede que sus andares, ágiles pero
bastante inseguros al mismo tiempo. Con temor, intentando llamar la atención el
mínimo posible. Porque nadie sabía mejor que ella que se estaba jugando la
vida.
De
repente, la niña empezó a llorar.
–Falta
poco –. Le dijo en un suspiro, acariciándola para que se calmara.
Aceleró
el paso. Se sentía amenazada; las estaban observando desde un lugar no muy
lejano. Y la niña lo notaba, estaba completamente segura. Cualquier alma era capaz de oler el peligro a
kilómetros de distancia. Ella no podía ser menos. No cuando, aunque aún no
podía ser consciente de ello, se había convertido en alguien tan importante.
Por este motivo tenía que alejarla de todos ellos, mantenerla al margen para
que no la utilizaran como arma, tal como habían hecho con todos los demás. No
podía permitirlo de ningún modo.
Hacía
días que lo tenía todo preparado; sabía que probablemente no llegaría a tener
nunca la oportunidad de explicarle el por qué, pero la prepararía para cuando
llegase el momento de afrontar la realidad. Y avisaría los rebeldes; sí, ellos
la ayudarían.
Su
instinto no había fallado; comenzó a oír unos pasos que no eran los suyos.
Transcurrieron unos minutos antes de que empezaran a retumbar con total
claridad en la noche. La distancia entre ella y su perseguidor se estaba
reduciendo cada vez más y, por desgracia, ya no había modo de darles esquinazo
una vez te localizaban. Respiró hondo; la ansiedad se estaba apoderando de ella
también, pero tenía que hacer algo...
Se
apresuró a esconderse detrás de una columna, esperando que el alma pasara de largo. Y así lo hizo
pero, después de dar algunos pasos, se detuvo. Justo en el centro de un cruce.
Estrecho, gris, amenazante como el cazador que contemplaba sus alrededores.
Esperó
a tenerlo de espaldas para arrancar a correr, tan silenciosamente como fue
capaz. Pero ya no tenía escapatoria; la había oído.
Corría
y corría sin mirar atrás; cruzando esquinas, desvíos, huyendo por donde podía y
robando algunos metros a su perseguidor. Pero todo llega a su fin porque,
cuando fue consciente, se encontró en un callejón sin salida. Abrazó con más
fuerza la niña, intentando protegerla.
–No...
–Suspiró, dejando ir un aire que tomaba forma de nube justo delante de su cara.
No
podía ser... Inspeccionó rápidamente a su alrededor, intentando encontrar un
escondite. Un esfuerzo en vano. Los muros de los edificios no se lo ponían nada
fácil: lisos, hostiles, sin separación entre las casas. Comenzó a sentirse
indefensa. Pero tomó la decisión, no le quedaba otro remedio: tendría que
luchar.
Conservando
la calma y sin pensárselo dos veces, se quitó la capucha que la había
acompañado, dejando al descubierto unos ojos que en aquellos momentos tenían
las pupilas similares a las de un gato.
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